Como cada mañana, al despertar, permanecí un rato quieto, con los ojos cerrados, escuchando mi cuerpo. Con gran esfuerzo gire sobre mí con cuidado, buscando el suelo, lento, a la espera. El suelo no estaba frio, sólo tibio (una de las bendiciones de la madera), pero con sólo poner una mínima parte de presión la habitual agonía me dio los buenos días. Un intenso corrientazo desde las planta de los pies al talón, luego, con su infernal tour, sube por el tendón hasta la mitad de la pantorrilla. Como cada mañana me sorprende pese a esperarlo, venzo mi cuerpo hundiendo mis kilos de más, no mucho aún, pero de más, en el colchón. A la espera de que remita; no lo hará hasta dentro de un buen rato. Pese a ello, reanudo mi cotidiano suplicio matutino; esta vez me incorporo del todo mascullando palabrotas en varios idiomas —ventajas de una vida nómada—. Los tendones, las rótulas y los ligamentos de la rodilla, celosas de la atención prestada a sus hermanas del sur, se suman a la sinfonía de dolor. La pelvis no se ha manifestado todavía, pero lo hará, y saldrá vencedora de esta olimpiada del suplicio, como cada mañana, como cada día.
Una cosa si ha mejorado en estos años de mi nueva vida: la comida. Se acabaron las restricciones, el pesar alimentos tan sanos como insulsos. Mi no tan ligero como me gustaría sobrepeso, se debe a ello y desde luego, no ayuda a mejorar mis padecimientos. Pero qué coño, ahora ya no soy un viejo, mi «jubilación» implica que vuelvo a ser joven, como mucho maduro, aunque, si no me conocieran y por mi forma de vestir y comportarme, apenas me echarían treinta y pocos (al menos lo harían los observadores más benévolos). Un café, un bocadillo de jamón y queso, una magdalena (bueno dos) y mi droga dura: chocolate, varias onzas. El ibuprofeno no, para que, total no me hace nada.
Me siento tentado de volver a la cama, lo más emocionante del día ya ha pasado, pero no me apetece pasar otra vez por todo este tortuoso proceso: la vida del parado. Las cuentas corrientes mantenían cierta solvencia, pero no duraría mucho tiempo. Lo que parecen salarios altos, cuando los firmas, no lo son tanto, sobretodo unos pocos años después, cuando dejas de tener ingresos. O encontraba algo pronto, o terminaría teniendo serios problemas. No todos podemos encajar en los medios, no todos entramos inmediatamente en tareas de índole técnica. No soy tan famoso, ni tan prestigioso, no tengo tantos amigos, ya no, ahora soy yo el que necesita algo.
Saldré a dar un paseo y mitigar los efectos del chocolate. El cuerpo, cuando entra en calor duele menos, un rato, luego se empeña en dejar claro lo insensato que es eso a lo que la prensa llama «ética de trabajo». Cualquiera de esos zampa bollos me ganaría ahora una carrera, el pro acabado y cojo. No creo que la operación ayude mucho, me falta casi un lustro para los cincuenta y ya voy a disfrutar de una prótesis de cadera. Para cuando cumpla setenta seré el puto Iron Man. En qué coño estaría pensando cuando decidí dedicarme a esta mierda, en qué cojones estaría pensando.
Pues en que pese al sacrificio, las restricciones, las horas largas e inacabables en aeropuertos, los cabreos al leer y escuchar críticas más hirientes que objetivas, el no tener un ancla que me uniera a ningún concreto al que llamar casa… Pese a todo esto, he disfrutado como nadie, de cada momento, de cada canasta, de cada victoria, de cada ovación. Me han querido, en cierta extraña manera, un montón de desconocidos, mi nombre está en algunas listas muy exclusivas. No sé si habrá valido la pena pero no me arrepiento. Es lo que soy. Soy un jugador de baloncesto.